Cuánto me costó mantener la calma ese jueves! La sensación de opresión en el pecho me persiguió desde la noche anterior. La voz de Lucía en el teléfono me resultó diferente. Intuí que su angustia, por suerte, había desaparecido, y en su lugar alcancé a percibir una extraña sensación de calma. Sospeché, entonces, que habría tomado algún sedante, por lo pausado de sus palabras. Me comentó que necesitaba verme, que quería conversar personalmente y contarme, adiviné, de cómo seguían las cosas. No necesitó pedírmelo dos veces. Mi sí fue tan rotundo y espontáneo que reavivó las ansias de vernos, al menos en mí. A lo largo de la charla, la ansiedad iba en aumento, y la tuve que controlar. Hubiera deseado no tener que esperar un día más, día que iba a resultar eternamente largo y agobiante. Una vigilia tan deliciosa como exasperante…
Habíamos quedado en vernos en el Coffee Store de Acassuso, a las nueve en punto. Llegué cinco minutos antes, estacioné el auto y busqué una mesita alejada de la ventana, en un rincón. Había muy poca gente. Una pareja se hacía arrumacos y reía en uno de los silloncitos. En el otro ala, dos señoras conversaban animadamente de bueyes perdidos, supongo, tan despreocupadas por nuestras presencias, que las supuse almas solitarias, asumidas y convencidas de su resignación al no amor. En el otro extremo estábamos nosotros, que todavía no éramos nosotros, ni siquiera dos. Lucía se había demorado unos minutos y allí estaba, aguardándola, mientras nos imaginaba. La camarera intuyó que mi compañía estaba al llegar, pues ni se molestó en tomar el pedido.
La ví llegar, apagué mi cigarrillo y me acomodé en la silla.
-Hola, divina! Y me incorporé para saludarla.
-Hola! Disculpá la tardanza. Mamá se demoró más de la cuenta… Se quedó con Sol…
-Cómo estás?
-Mejor, mucho mejor…
-Te parece bien esta mesa?
-A vos qué te parece?
-Bárbara… Le faltabas sólo vos…
-Gracias…sonrió y se quitó la camperita. La ayudé a colgarla sobre su silla, y a sentarse.
-Siempre tan atento, George… Tus cosas?
-Bien. Sabés que nunca me quejo…
-Sí. Qué tomamos?
-Dejame elegir…
Llamé a la camarera y pedí dos cafés etíopes, de los cargaditos. La charla, intuí, iba a ser extensa, y decidí arrancar con suficiente combustible. La variedad de sabores permitía jugar con ellos. Y si la situación daba para extender nuestra charla lo suficiente, íbamos a degustar todas las alternativas posibles.
-Dale, contame…
-Solterita…y sin apuro…
Morí. Morí dos veces. La primera, porque su separación era un hecho. La gravedad de los sucesos, si bien justificaba una reacción así, había dejado abierta la posibilidad de una contramarcha. No por los hechos en sí, aberrantes, denigrantes. Sino por las características de la personalidad de Lucía. Lu defendió siempre, a capa y espada, el valor del matrimonio, como pilar de una familia perfectamente constituida. Y su convencimiento no partía sólo de una formación religiosa, propia de una familia católica y burguesa de San Isidro. Socialmente siempre manejó su vida y la de su pequeña familia en ese sentido, porque partía de un convencimiento, diría, filosófico. Por eso, el motivo de mi duda. Por eso, mi temor a su reacción. Morí, en primer término, porque, a pesar de sus principios tan firmes, tuvo la valentía de respetarse a sí misma, y no aceptar los términos descabellados que Pablo había insinuado plantear para sus vidas.
Y mi segunda muerte tuvo que ver con el “sin apuro” de su respuesta. Era lógico suponer, y creo conocerla bien, que Lucía, mentalmente, no estaba en condiciones de aceptar tan pronto una nueva relación. En ese sentido, debía ir con pies de plomo. Quizás hasta le resultara impropio considerarme, justo a mí, como a una nueva relación amorosa en su vida. De eso, precisamente, no tenía ni idea. Mis deseos y la ansiedad jugaban dos partidas diferentes. Y cómo hacerlos compatibles, era una misión más que complicada…pero a la que no quería renunciar.
Habían pasado los minutos, la charla, su incredulidad de verse atravesar una situación tan cruel como insostenible, su lucha por conservar la dignidad a resguardo, su necesidad de mostrarse tan auténtica como entera para con Solcito, y mi estoica cruzada por no abalanzarme sobre su boca, cuando me sorprendió con una salida que me dejó sin habla…
-George…ahora te toca a vos.
Elena, me lo habías prometido...
-Pidamos otro café…
-Pidamos…te escucho.
-Lu…no sé si es el momento…
-Ya lo sé. Pero algún día vas a tener que sincerarte conmigo…
No podía escaparme… Noté súbitamente un escalofrío terrible. Debía desnudar mi alma sí o sí. Y esta vez no podía, ni debía evadirme. Miré hacia la barra, y con un gesto le hice saber a la camarera que íbamos a repetir la ronda de cafés. Esta vez, algo menos cargaditos. Para ello, bastaba con el clima...
-Lu…siempre te ví como mucho más que una amiga…
No pude sostener la vista. Tantas veces había soñado con este momento, y en todas, había sido más entero. De golpe me invadió una congoja madre. Se me llenaron los ojos de lágrimas y no pude continuar.
-George, si te sirve de consuelo…yo también…hace mucho tiempo. Creí haber borrado ese tipo de recuerdos, pero si te tengo que ser sincera, no sé si pude...
Tomé sus manos. Sus ojos estaban húmedos, también. Solté una sonrisa nerviosa. Más que una sonrisa, resultó una mueca burlona, que sumada a las lágrimas en mi mirada, componían el gesto más inverosímil que mi rostro, algo desencajado, podía transmitir. La presencia de la camarera y los cafés atentaron contra el clima que habíamos creado, pero nos ayudaron a ponernos a salvo de la inundación.
-Dejame ponerte el azúcar…
-Edulcorante…
-Haceme caso… Un poquito de azúcar nos va a hacer bien…
Sonrió. Se secó las lágrimas con una servilletita. Me miró con ternura y me regaló un cálido gracias.
Nuestra conversación siguió por un largo rato más. Volvimos a la universidad y me enteró de su platónico amor por mí, de mi eterna parquedad, de su desilusión y su necesidad de remediarla con Pablo. Juego que comenzó con su despecho y terminó en el altar. Y a la vez yo le conté de mi inmadurez, de la necesidad de no comprometerla y preservarla, de la inoportuna aparición del susodicho y de aprender a vivir con mi resignación, y sin ella. Hasta que llegó la hora de irnos. No habíamos advertido que todos los clientes de la confitería se habían retirado, ya. La carita de la camarera, además, invitaba a partir.
Cuando fuimos a buscar nuestros autos, la abracé. Nos besamos profundamente. Un beso que arrancó allá por nuestra adolescencia y perduró hasta nuestros días. Un beso que nos debíamos y que disfrutamos enormemente. Al separarnos, me miró con la dulzura más elocuente que me podían regalar sus ojos, y me dijo:
-Vas a tener que esperarme… Dejame acomodar un poco la cabeza…
-Lo que sea necesario, Lu. Lo hice por veinte años… Y lo haría por toda la vida, si sé que al final, vas a ser para mí…
-Me encantaría, George, pero...dame unos días. No te voy a pedir tanto…
-Chau…mañana te llamo.
-Al celular…y de día. No quiero que Sol…
-No te preocupes. Confiá en mí…
-Sí. Chau…
Esperé que subiera al auto y arrancara. Cuando pasó frente a mí, creí ver que me arrojaba un besito al aire y, por las dudas, se lo devolví. Respiré profundamente. Ya no tenía la sensación fea en el pecho. Volví a respirar. La angustia no estaba. Saqué del bolsillo de mi camisa el paquete de cigarrillos. Iba a encender uno, pero, de repente, me arrepentí. Estrujé el paquete y lo tiré en un cesto. El aire estaba demasiado puro para arruinarlo. El cielo, límpido como nunca, me regaló un espectáculo imperdible: Venus estaba suspendido sobre el cuarto de luna, y brillaban como nunca antes. En ese momento, recordé la cara de Lucía, su sonrisa y el lunar sobre su mejilla izquierda. Subí a mi auto y, en la más absoluta y fantástica felicidad, emprendí el regreso a casa. Gracias a Dios, llevaba en la guantera, pañuelitos de papel tissue.
Fín
Georgie